Toda la
ciudad había sido cubierta por un manto de nubes, como si los mismos cielos
hubieran escuchado de la terrible noticia. Caía una lluvia fina que dejaba todo
humedecido, que parecieran las lágrimas de los ángeles que despedían el alma de
un hombre para darle una alegre bienvenida a los cielos. En cada calle, de
buena y mala fama, en cada taberna, incluso en cada corazón, ese cielo
representaba el estado de ánimo y la devastación de sus ciudadanos.
Había
muerto un hombre bueno, un hombre amable, que nunca había distinguido por
clase, profesión, género o forma de vida. Aquel hombre anciano, de sonrisa
siempre afable, de talante siempre generoso, dispuesto a ser un gran vecino, un
buen amigo y un excelente padre y marido. Todas las personas que lo conocían lo
lloraban en ese momento. la estampa que daba aquella calle, donde esa tienda de
de dulces había dado tanta felicidad, era ahora mismo la imagen misma de la
pena y la congoja.
Hacía
varias horas que aparecieron los primeros hombres y mujeres. Vecinos de aquella
tienda, clientes habituales que pasaban todos los días y pertenecían a buenas
familias. El hijo de aquel hombres los recibió como lo habría hecho su padre,
con una sonrisa a pesar de los ojos llorosos. Intercambió unas cuantas
palabras, aceptó aquel sincero pésame de una de las mujeres mas acaudaladas de
la ciudad, una anciana elegante a pesar de su edad y de humor ácido, aunque en
aquel momento sin apenas palabras con las que poder hablar. Un opulento
banquero, junto a sus hijos, abrazó a ese hombre humilde como su padre, entre
lágrimas.
—Era una de
las personas mas grandes que he visto. Ni todo lo que yo puedo poseer en la
cartera o el corazón serían capaces de reparar este daño.— Dijo antes de
refugiarse en el pecho de su esposa.
Llegaron
mas carros. Desde los barrios obreros se movilizaron marinos, trabajadores de
la construcción, mineros, cocheros particulares y públicos, descargadores de
cajas, repartidores de periódico, de paquetes de correos, taberneros,
costureras, secretarias de jueces, artesanos, artistas ambulantes, carteros, feligreses de las tabernas sin
oficio, prostitutas, panaderos, carniceros, incluso algún ladrón que se día
juró no herir la memoria de aquel hombre.
—Señor—Dijo
un trabajador de los muelles.—En nombre de todos mis hombres le damos nuestro
pésame por la muerte de su padre, probablemente uno de los mejores hombres que
ha conocido esta ciudad, y quizás todo el país. Quizás solo visité su tienda un
par de veces pero me dejó grandes recuerdos.
El hijo de
aquel hombre, con los ojos en lágrimas abrazó a ese hombre de humilde familia y
gran corazón. Hizo lo mismo con cada persona que se le acercaba. El hijo de ese
hombre había heredado la generosidad de su padre, con mas temperamento pero sin
duda era la viva imagen de él. Varias lavanderas tomaron sus anos y las
besaron, jurando y perjurando sobre la bondad de ese noble vendedor de
caramelos que alegró sus rostros hace tantos años y los de sus hijos, ahí
presentes en ese momento. Los carros se iban marchando para dejar paso a otros.
Llegaron
casi al mismo tiempo un grupo de cincuenta carros. La gente no cabía de asombro
al ver a los mas distinguidos diplomáticos y nobles bajarse de ellos, todos con
galas de luto a excepción de la representación de la marina real, que iba de
blanco, con uniforme de gala. En el brazo izquierdo llevaban un brazalete
negro, como señal de luto. Un hombre de rasgos finos comandaba esa comitiva.
Presentes estaban también tres de los mejores generales que casi al unísono
dieron su pésame a ese hijo huérfano ahora de padre.
—Señor, mi
padre, al igual que yo, fue general, un hombre curtido en la batalla. Conoció a
su padre cuando ambos aun tenía en pelo negro. Fueron amigos en la infancia y
no me pasa desapercibido que su padre hablaba con merecido orgullo de
usted.—Dijo uno de aquellos tres hombres, que bajaban la cabeza en señal de
respeto.
—Gracias
general. Mi padre me habló hace tiempo de su padre y puedo decirle que él
estaba orgulloso de usted, y con motivo, por lo que veo.—Dijo aquel hijo huérfano
antes de fundirse con ese hombre de espaldas anchas en un fuerte abrazo.
El cuerpo
diplomático casi al completo fue pasando, Hombres que normalmente mostraban la
vida imagen de la dignidad y el orgullo, este se mostraban entristecidos por
una de las mas grandes pérdidas para todo el reino.
—Llevo mas
de cuarenta años usando la palabra en favor a los interese de su Majestad,
buscando los mas pequeños recovecos para encontrar una paz duradera, pero hoy
no tengo palabras para describir la pena que siento.—Dijo un anciano de rostro
ceñudo y cejas pobladas de blanco, con su monóculo y su experiencia
internacional cargada a la espalda.
Aquel almirante de la marina real que
había llegado minutos antes miró su reloj. Faltaban diez segundos. Pasado este
tiempo se escuchó en la lejanía, desde el puerto, una serie de explosiones.
Salvas de cañón de uno de los principales barcos de aquella nación. Mientras
sonaban los estruendosos truenos de metal, los dos marineros que acompañaban a
ese gran hombre bajaron la cabeza en señal de respeto. Un sincero homenaje de
la gente de mar a un hombre dulce y encantador que había compartido lo poco que
tenía con quienes mas lo necesitaban. El hijo agradeció aquel gesto dándole la
mano al almirante.
Seguidamente llegaron profesores de
universidad, catedráticos, profesores y profesoras de colegios al servicio de
la corona y de pago personal. Dieron un sentido pésame. Llegaron los huérfanos,
aquellos niños estaban particularmente dolidos ante la muerte de alguien que
había reparado en su presencia, que había sido el motivo de muchas alegrías en
forma de dulce. Llegaron casi al mismo tiempo que otra parte de la nobleza,
comerciantes ricos y no tan ricos, secretarios. Todo el cuerpo ministerial se
congregó alrededor de aquel hombre que había perdido a una de las personas mas
queridas por toda la nación.
De un carromato se bajaron tres personas,
un hombre, una bellísima y joven mujer, probablemente su hija, y una mujer de
piel oscura. Los tres vestidos de negro. El rostro de la jovencita de grandes
ojos era una máscara de dolor. La otra mujer, el ama de llaves, mantenía el
tipo lo mejor que podía. El padre, con aquellos ojos ocultos en unas gafas
oscuras, se acercó al representante de la familia que estaba de luto.
La mas joven de aquella familia fue la
que llegó primero frente a ese chico ya crecido pero aun vigoroso.
—Mi pésame es poco en comparación al
dolor que se extendió por todo el estudio de danza cuando nos enteramos de la
noticia. Fui clienta de tu padre durante toda mi infancia desde aquel día
saliendo de la ópera con mi padre.—Dijo ella.— Ponemos todos nuestros recursos
a tu plena disposición.
—Mi señora, es decir, señorita.—Dijo
entonces aquel hombre.— Yo tuve el honor de ver su primera aparición, con sus
Majestades presentes, aquel día que usted se estrenaba para el ballet nacional.
El honor de tenerla aquí delante llena mi corazón de un sincero agradecimiento
a mi padre por haber sido capaz de congregar, en el pesar de su muerte, a tanta
gente que me habla de su conocida bondad.—Tomó las manos de aquella
mujer.—Muchas gracias.—Dijo con sincera emoción en la mirada.
Mientras tanto en los cielos pasaba algo.
Aparte de la llovizna que se había aligerado, se escuchaba algo mas, como una
especie de zumbido constante que se fue intensificando. Era quizás un homenaje
por parte de los ángeles de la modernidad, de los caballero con alas de aquel
nuevo siglo. Comandaba aquel grupo de aguerridos pilotos un hombre de gran
mostacho que habló por radio y dijo lo siguiente:
—Que sea este día, un día triste como
hoy, el día en que todos los hombres y mujeres lloraron a la vez la pérdida de
un gran hombre, y que nos haga entender que no existen las diferencias a los
ojos de la misma muerte— Decía a través de la radio el líder de la formación. —Y
que la carga que llevamos en nuestros aviones sea lo mas mortífero que jamás se
use entre las naciones.
—Capitán, estaremos sobre el punto en
treinta segundos.—Dijo su mano derecha.
—Bien, a mi señal.—Dijo el líder de
escuadrón. En su brazo izquierdo, al igual que todos aquellos pilotos, lo mejor
de lo mejor de la Corona, lucía un brazalete negro, como señal de luto y
respeto.-Vale ¡Formación, ya!
Justo en ese momento cientos e incluso
miles de cabezas se alzaron la mirada para explorar los cielos, justo a tiempo de ver como catorce
de los mejores aparatos y aviadores formaban en el aire un enorme y veloz
caramelo. La parte baja de aquellos aeroplanos habían sido pintadas de verde.
—¿Verde?.-Preguntó una condesa a una
mujer de aficiones variadas.— ¿Por que verde?
—Por su sabor favorito: la menta.—Le
respondió un vagabundo, con una lágrima rodando por sus desgastadas mejillas.—
Cuanto se le extrañará en este mundo.
En los cielos, aquellos hombres giraron con impecable coordinación
sus aparatos e hicieron otra pasada.
—¿Flancos?.—Preguntó el capitán —¿Listos?
—Flancos derechos listos.—Dijo el ala
derecha.
—Flancos izquierdos listos.—Respondió la
parte izquierda del envoltorio del caramelo volador.
—Abrir el caramelo en tres, dos, uno
¡abrir, abrir!
En ese momento los dos flancos se
abrieron y abandonaron la formación para dejar paso al grupo principal, cuyos pilotos, en sus
respectivos aparatos, liberaron la carga. De aquellos aviones comenzaron a caer
caramelos, bombones, piruletas, todo lo imaginable que pudiera ser dulce y
ponerle una sonrisa en el rostro a un niño o un adulto.
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