viernes, 19 de octubre de 2018

El recibimiento.

 

Que noche tan solitaria aquella. Las cortinas de los altos ventanales, a lo largo de aquella mansión apenas podían ofrecer un poco de su fantasmagórico baile. La quietud era casi opresiva en aquel lugar donde normalmente reinaba algo mas de movimiento en según que áreas. El lugar mas predominante era un cierto pasillo con cientos de puertas a los lados y dos grandes puertas de roble al fondo. Ahí era donde se reunían todas las invitadas del anfitrión para consumar alguna fiesta o quien sabe que maravillas para los sentidos. 
   Dicho anfitrión se encontraba en ese momento paseando entre las solitarias estatuas de los pasillos, contemplando las pinturas que decoraban las paredes. De vez en cuando entraba en alguna habitación, veía su soledad, y apagaba la luz para poder dejar a los recuerdos seguir ahí, tranquilos. 
   No era tristeza lo que sentía dicho anfitrión, ahora bajo la forma de un gato negro de grandes ojos que pasaba a la forma de un caballero delgado de porte orgulloso y elegante en ciertos momentos de la noche. En aquel lugar el anochecer era todo un espectáculo pues la luna no solamente era mas grande y brillante que la conocida por el ser humano, sino que las estrellas presentaban multitud de colores y destellos. Uno podía contemplar esos destellos durante horas sin cansarse mientras pensaba o dejaba vagar las ideas hasta encontrar la inspiración. 
   Fue mirando las estrellas que vio dos particularmente intensas esa noche. Una de color verde y otra de color violeta. Seguramente en la realidad eran dos bolas de tremendo poder calorífico que podrían desintegrar cualquier elemento de aquel fastuoso hogar mucho antes de arañas las superficies de dichos astros, pero en aquella distancia sin duda eran dos pequeños espectáculos, cuyas coloraciones le hicieron recordar a dos damas que suponían el mayor de los peligros y el mas exquisito de los placeres para el hombre. 
   Las estatuas, con sus ojos vacíos de emoción en al mayoría de casos, le recordaban los hitos de su poder, los momentos donde alguien como él, un simple hombre, había creado casi de la nada, y con el poder de una mirada femenina, un mundo solo para ellos dos. Ángeles con grandes alas o caballeros portando espadas de ensueño estaban congelados en una eternidad hecha de mármol. Damas que bailaban junto a silfos o criaturas del séptimo averno se encontraban repartidas por igual. Había columnas que sostenían toda la estructura de aquel lugar. Algunas tenía detalles en su parte alta, otras los poseían en su parte baja y algunas eran todo un dictamen modelo a seguir para alcanzar la perfección en el arte de la escultura y la arquitectura. 
   El anfitrión caminaba en la fría, oscura y solitaria noche, con la luna entrando por los ventanales cuando se decidió a entrar en la habitación que esa noche le daría cobijo. 
   Abrió la puerta y no podía ser una decoración mas sencilla la que le recibió. Salvo por dos detalles. 
   El techo mostraba abiertamente unas vigas de madera antigua que parecían tener sus buenos siglos de edad. En un lado de aquella habitación un humilde escritorio con un par de historias a medio empezar. La silla se encontraba en perfectas condiciones aunque sin barnizar, por lo que las probabilidad de encontrar astillas eran altas. 
   Junto en frente de la puerta estaba la ama y en ella, tumbadas, se encontraban las dos estrellas que momentos antes había contemplados. Las conocía bien. Bueno, siempre le sorprendía, como era el caso. Sus cuerpos habrían estado desnudos de no ser por los caros conjuntos de lencería que los realzaban en todas sus virtudes físicas.
   Una de ellas, con los ojos de la muerte, y otra, con los ojos de la maleficencia, miraban el recién llegado ahora con una mezcla de curiosidad, interés y ¿deseo?. En otros momentos el anfitrión habría salido corriendo o habría desconfiado, mas en ese momento, rodeado de la soledad, con tantos años de batallas y negociaciones, de discusiones con propios y extraños, incluso de ataques a su propia integridad política, simplemente se acercó a ellas, aun vacilante. Contempló el hueco que había entre ambos cuerpos, capaz de hacer suspirar de placer o gritar de dolor a cualquier ser viviente. Y sin mas se unió a ellas. 
   Una de las dos criaturas nocturnas tenía una piel blanca gélida al tacto, pero sus formas eran de una perfección similar a la esculpida por algún perverso genio de la belleza. La otra, con unos ojos enormes y unas orejas propias de los seres del bosque, rodeó con una de sus largas piernas la caderas del recién llegado. La pálida dama, quizás en nombre de ambas, tomó el rostro del caballero mientras se alzaba levemente y posó los labios con toda delicadeza sobre los de él, besando con terciopelo y peligro. La otra dama, un ser de cabello nocturno y formas envidiable para muchas mujeres de cortes reales, deslizó unos finos dedos por el torno del caballero mientras su lengua paseaba a lo largo de toda la línea de su cuello.

   En unos pocos minutos, las ropas habían desaparecido y aquel compañero de la soledad conoció placeres inimaginables para una mente racional.