Una noche trémula de Octubre, se
encontraba el hombre alcanzado por la pena contemplando la lumbre de la
chimenea. Qué pasaba por su cabeza, se desconocía, pero en sus manos, un libro
de funestas alegorías, dejaba entrever variopintas verdades sobre los símbolos
en el mundo. Sus ojos se deslizaban con la pereza de algún minino demasiado
alimentado y sus manos acariciaban el dorso de la página como si fueran las
frágiles hebras de una cordura hace tiempo perdida o quebrada.
Alcanzaban las luces de las velas
unos pocos rincones, los que mas utilidad pudieran poseer. La iluminación era,
pues, pobre como aquellas esperanzas apenas pergeñadas en un pasado baldío de
esperanza. Los libros permanecían rectos y solemnes, acumulados en precarias
columnas o formadas en pelotones de saber, fantasía, drama, dolor o poesía. No
faltaban los sesudos tratados de saberes incipientes en aquel nuevo mundo donde
el hombre sorprendía al hombre con nuevas maneras de transportarlo largas
distancias o matarlo desde el otro lado de un país. Aun con todo, aquellas no
eran las motivaciones para esa pena gris que parecía reptar entre los
singulares enlaces sinápticos de su memoria o de su emoción. Lo que traía a
este pobre desdichado, escritor de muchas cosas, por sendas oscuras y tortuosas, era la certeza de su muerte. De su
muerte actual.
Lejos de una posibilidad remota de
incertidumbre, el hombre leía aquellas líneas en las cuales se detenía
minuciosamente a analizar cada una de esas sentencias formes, que lo llevaban a
una realidad funesta. Aquel libro, anciano entre ancianos manuscritos, señalaba
con demasiada seriedad y abnegada frialdad, lo que era la muerte en vida.
Hablaba de la apatía, de una
cierta forma de contrición ante lo nunca dicho. En aquellas líneas justas,
donde sus ojos acusados de cierta añoranza pasada se posaban, trataba el
momento exacto donde todo se termina para el vivo y empieza a ser destierro del
alma a otro mundo. Otro tema era la falta de ánimo espiritual, la incapacidad
de llenarse de las experiencias ajenas y propias. La insatisfacción afectaba al
muerto en vida, impidiéndole que las alegrías de los seres, antaño querido y
ahora vistos como desconocidos, pudieran enraizar en parte del árbol vital de
la experiencia y la vida.
Ahí solo estaba el hombre, afectado
de la quietud mas extrema, dispuesto a aceptar la muerte definitiva, de aquella
que se acompaña con una fría mirada al reloj que cuelga de la muñeca del doctor
forense y certifica un momento último de existencia: El abrazo final de la
Parca. El hombre cerró los ojos, aceptando su destino mordaz, en aquellas
ensoñaciones. Él, que había predicado tanto sobre la alegría de vivir, sentía
su corazón apagarse.
El fuego de la chimenea acariciaba
su rostro, una de sus manos colgantes por encima del butacón que perteneció por
tres generaciones a una familia de exiguos pensadores y truhanes poco decorosos,
de los cuales él era el mas contenido. Tanto que aquello podría ser su
perdición.
El fuego pareció reavivar su
mensaje de luz, sus intenciones capaces de soliviantar cualquier acto frío y
sin lustre vital. La luz se hizo intensa y de pronto todo pareció apagarse. El
hombre, tendido ya en aquellas horas de noche trémula, aceptando aquella
habitación del saber como un mausoleo involuntario, abrió los ojos. Una diosa
Fortuna le había sonreído de paso, algo prendido en compasión o puro
sentimiento pasional.
Las manos de aquella inesperada
dama hechas llama tomaron aquel rostro pálido, delgado y desgastado por las
horas de pensamientos nublados de agorera sensibilidad. Unos labios, dos
destellos rojos que apenas se amilanaban ante el tacto de las llamas mas
intensas, se amoldaron a los del pobre hombre, que sintió recorrer por toda su
espina una electrizante sensación. Sus manos acostumbradas a tomar la pluma mas
que la espada dejaron clara señal de su inesperada actividad, con una larga
caricia, apenas un roce, sobre puntos imprecisos de sus caderas.
De aquel carrusel de emociones
apenas propias de la vida misma había surgido, como por invocación de la misma
Afrodita, un ser mitad ángel y mitad súcubo que resucitaba cada hebra de aquel
ser desamparado de toda esperanza. Su cuerpo cálido apenas podía dejar salir
mas calor de su piel sin llegar a quemar el cuerpo chupado y enjuto de su
sorprendida presa. Otro tirón que atravesó todo el cuerpo y sintió arder hasta
su alma en destellos jubilosos, en pensamientos que evocaban pasados realmente
inhóspitos en la memoria de los hombres, donde había una auténtica libertad de
amar y ser amado.