El general bajó de su montura cuando esta se detuvo del todo. Los hombres estaban formados a ambos lados del lugar de destino. Sus ojos miraban al frente, esperando las órdenes pertinentes con las que alcanzarían la victoria. Todo el conjunto de oficiales habían lustrado especialmente sus armaduras y portaban las armas en la mano. Cuando el encargado de formar al batallón se bajó del caballo y se giró todas las tropas se pusieron firmes, con una expresión de tensa serenidad en el rostro. Al otro lado de toda la tropa estaba el campamento del ejército. El hombre recién llegado había mirado a unos cuantos de aquellos posibles héroes o mártires a los ojos. En unos veía miedo, en otro añoranza por el hogar que dejaron atrás. Otros no mostraban nada, parecían muertos en vida. En un par de aquellos rostros vio locura, frenética locura, ansias de sangre, de matar. Los enviaría los primeros para asegurarse de que no contagiaran sus estupideces a los demás.
-Señor.-Dijo uno de los ayudantes del estado mayor.-Aquí tiene todos los datos necesarios sobre los hombres, las armas los víveres y las disposiciones defensivas.
Los ojos grises se giraron hacia quien le interpelaba y lo estudió detenidamente. Había respeto y admiración. Tenía el cabello bien cortado, tenía porte noble. No, no era porte noble, era algo mil veces mejor. Era la planta de una persona honrada y honesta que no esconde nada. En efecto, podría haber sido noble de no ser por que sus manos le delataron.
-Fuiste campesino.-Dijo el general mientras tomaba los papeles.-¿Trigo?.-Preguntó el máximo cargo ahí presente mientras tomaba los papeles, esperando la respuesta.
El informador pareció desconcertado durante un rato, pero al momento la sorpresa se le coló por la mirada. Tenía los ojos verdes y en ese momento algo iluminados. Parecía feliz de su profesión y gratamente sorprendido por la deducción del Comandante.
-En efecto, mi general, una excelente deducción.-Dijo el ayudante mientras se cuadraba tras entregar los papeles. Era un buen fajo de informes, con todas las disposiciones anteriormente mencionadas por el joven que tenía delante.
El hombre de mayor rango ahí pasó revista a las tropas, siguiendo con el análisis de aquellos ojos, de aquellos rasgos o de aquellas expresiones. En aquellos semblantes había de todo; rostros jóvenes que estaban llenos de miedo, rostros jóvenes que no tenían miedo nada porque lo habían perdido todo. Algún que otro hombre poseía los ojos de la determinación, de la ambición o la indiferencia. A esos también los mandaría primero. Todos aquellos hombres habían sido reclutados de forma no muy honrada. Él mismo había hablado con su majestad para preguntarle porque este reclutamiento forzoso. Sus razones fueron estúpidas. La guerra se estaba librando con buen tino, sin muchas pérdidas y el rey se mantenía en sus trece de terminar lo antes posible. "Cuanto mas mejor", habían sido sus palabras. la riqueza le había absorbido el seso. A dios gracias la lejanía del campo de batalla le daba cierta libertad para hacer y deshacer a su antojo. Continuó mirando algunos rostros hasta que llegó al último y trato de mirar de forma mucho mas ligera todo el conglomerado.
-Muchos hombres, pocos soldados. Solamente veo niños asustados, hombres rotos y algún que otro pobre diablo que no sabría ni sostener una espada..-Dijo a uno de sus comandantes.
-El supuesto regalo de su Majestad.-Dijo un hombre grande, bastante entrado en años pero que parecía tan o mas preparado para la guerra que cualquiera de ellos. Tenía un gran mostacho y unos ojos azules como el color del cielo En el brillo de su mirada había experiencias que sus medallas atestiguaban.- No creo que sea necesario usar la totalidad de nuestras fuerzas, mi general.-Dijo el hombre mas anciano del campamento. Era alguien sabio, que había visto muchas desgracia y fortunas con sus propios ojos.
-¿Que tiempo tenemos para hoy?.-Preguntó el general mientras miraba los papeles.-Oh. Niebla. Genial. Que doblen la guardia y que me traigan algo de beber, ha sido un viaje reaslmente largo hasta aquí.
-Pero he de suponer que mejor destino que las frías habitaciones de palacio ¿cierto, señor?
-En verdad sí, no aguanto todas las retorcidas hebras de la conspiración y la intriga.-Dijo el mayor rango del campamento.-Iré a mi tienda.
Todos los hombres se cuadraron a su paso mientras miraba hacia el frente. Todos aquellos hombres y alguna que otra mujer escondida estaban por obligación. Al menos la mayoría. Se lo veía en la mirada. No portaba todas las medallas pero llevaba el distintivo de alto rango para que se le pudiera distinguir. No se había traído la armadura puesta, la tenía en el carruaje que le había acercado hasta esa zona. Miró a su alrededor. Poca moral, miedo a morir y unas cuantas bocas desesperadas por comer.
Al llegar a la tienda en la que se alojaría durante esos días encontró todo en orden. Unos cuantos arcones tenía posesiones, mapas y parte de los emolumentos destinados a los altos rangos. Una mesa bastante grande estaba en el centro, plagada de mapas, plumas pero no tinta pues desde hacia unos años, a raíz de un incidente, los tinteros reposaban en la parte baja, en una especie de pequeños cajones bajo la parte principal de la mesa. En las paredes de tela se habían colgado unos cuantos estandartes tanto de batalla como de las familias. un poco apartado, para que la humedad no se acercara a los papeles de la batalla, una jarra y una copa. nada mas había en la mesa. Demasiado material ya de por sí. El general advirtió que habían comenzado a ordenar su armadura en un maniquí, de esos que sirven para presentar piezas pesadas en los puestos de herrero. Se acercó a ella al conjunto de placas de metal. Habían puesto ya el casco y el peto, faltaban las protecciones de las piernas y la del brazo derecho. Era una armadura magnífica cuando estaba entera, de color negro. El color era lo único que había exigido con todas las ganas el general. Le gustaba ese color. Aun conservaba unas cuantas abolladuras de una batalla largo tiempo acontecida. Muchos años atrás. Los recuerdos le asaltaron por un momento. Sus ojos paseaban como si el alma se hubiera marchado, repasando las pequeñas vetas que el maestro herrero había dejado. Aquel montón de metal tan bello parecía perfecto, pero quien se fijara en los detalles veía mas defectos de los que correspondía a la armadura de un general como él.
Los hombre confiaban en él pero si supieran todos los recuerdos que pasaban por su cabeza. Toda aquella tienda estaba ahora mismo a sus espaldas, con solamente esa armadura delante de sus narices. hacía tiempo que no le daba la espalda a una puerta, arriesgándose a ser atacado por algún traidor. Como un mazazo, la realidad le golpeó de pronto al escuchar algo, o mas bien a alguien. Una risa. Se giró. Todo estaba en su sitio. los mapas, los estandartes, la mesa, los cofres. Y una muñeca de trapo al lado de la jarra y la copa.
La niña entró por un lateral, atravesando la densa tela de la tienda. Aunque esperaba algo como eso, siempre le sorprendía aquel tipo de acontecimientos. La muñeca de trapo ahora se encontraba en el regazo de la niña. Era apenas una criatura de unos siete años. En sus pies lucían unos pequeños zapatos, acordes a una pequeña dama de la aristocracia. Su vestido estaba raído , con quemaduras y manchas de sangre por todos lados. Una de las mangas había ardido y en su pequeño y delgado brazo se apreciaba una gran quemadura que permitía ver casi hasta el hueso. Pero lo peor era su rostro. Seguramente habría sido el deleite para muchos hombres de la corte en un futuro pero ahora, donde estaba la cara, se encontraba el hundimiento de parte de esta, dejando el ojo izquierdo mirando hacia arriba por la rotura de los músculos interiores, como clamando constantemente a alguna Potencia Superior por su rescate de aquel tortuoso existir. Parte de su rostro desfigurado, como si algo contundente le hubiera caído en el rostro. El cabello castaño apenas poseía un par de tirabuzones que antaño habrían decorado aquella cabecita inocente y con tanta vida por delante.
-Tuve mucho miedo.-Dijo la niña.-Estaba jugando con Tiffany cuando de pronto todo se vino abajo.-Una pequeña lágrima rodó desde el ojo verde y sano mientras que el otro exudaba una especie de líquido rojo y negro: sangre y ceniza.-Me dijeron que todo estaría bien, que todo se pasaría pero entonces algo me cayó en la cabeza después de una gran explosión. Y ahora no entiendo que ocurre, porque estoy aquí ¡Tengo miedo!.-Y la niña empezó a llorar con lágrimas de sangre y pus, de vergüenza y desgracia, de vida sesgada.
-Yo tengo una hija como tú.-Dijo el general, hincando una rodilla en tierra.-Ella es el motivo de cada una de mis mañanas.
El general tomó las manos manchadas en sangre y hollín de la niña. Tras recuperarse del susto inicial pudo obrar con cierta naturalidad. Aquellas apariciones se sucedían una vez al año. Desde que había prestado juramento de ayudar a todas las almas esa había sido su penitencia. Con delicadeza tomó a la niña entre sus brazos y la abrazó suavemente. La niña comenzó a llorar de nuevo.
-¿Como puedo hacer que estés feliz?-Preguntó el hombre mientras la niña sollozaba.
-¿Podrías tomar conmigo el té?.-preguntó la niña con curiosidad y temor entremezclados en el ojo sano.
-Para mi será un placer.-Dijo el general, asomándose una pequeña sonrisa en su rostro habitualmente circunspecto.
Y al amparo de la noche, un gran hombre y una niña tomaban el té junto a Tiffany, que dama una excelente conversación. Aquella niña le estuvo hablando largo rato de sus padres, de su vida, de sus desgracias, de lo que había visto y escuchado. El general hacía todo lo posible por ser un invitado ejemplar y seguir su conversación, la cual era acelerada. La otra vida era al parecer realmente interesante, pero el general tenía aun muchas deudas que pagar en la existencia de los hombres.
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