Nada mas verle abrir los ojos, ella supo que en su mente había algo nuevo por hacer ese día. Ella, amante y fiel devota de la tierra y el amor entre hombres y mujeres en direcciones y formas diversas, acarició el rostro barbudo de su amado, que mostraba un rostro circunspecto.
-Tengo algo que hace.-Dijo el con el ceño fruncido.-Observaremos algún acto humano y reflexionaré sobre la naturaleza misma. Pero antes me gustaría un beso tuyo.-Dijo él, inesperadamente dulce.
-Todos los que quieras, amor.-Dijo la amada de ese hombre de ciencia. Besó sus labios con delicadeza pero firme convicción de entrega. Su cabello largo y ondulado cubrió ambos rostros cuando se inclinó sobre él y le demostró cuanto quería tener cerca a ese hombre, humano en apariencia pero de mente divina.
Tras el dulce despertar se asearon por separado, un ritual que ella respetaba. Ella regó unas plantas con un método solamente visto en las gentes del bosque, entre canciones y pequeños bailes, algo que él respetó indudablemente. En su mente siempre analizaba la curvatura de las piernas, el arco de los brazos, el arqueado de su sonrisa y la sonoridad de su voz, de esa voz cristalina. Aun no había hecho ningún descubrimiento y tomar notas se había vuelto un ejercicio vano pues siempre se quedaba secretamente extasiado en aquella danza.
Los grandes ojos de ella, de una oscuridad insondable, era una de tantas pequeñas señales de sus orígenes y contemplaban a su vez el rostro profundamente meditabundo de su amado. Otra señal, mucho mas sutil si se alejaba de la habitual convivencia, era que nunca comía carne.
-Señor.-Dijo el mayordomo tras servir el ligero desayuno de siempre.-¿leerá el correo después del desayuno?
-Lo dudo.-Dijo sin mas explicaciones.-Hoy saldremos. Puedes tomarte el día libre.
-Sí, señor.-dijo el mayordomo, ocultando la sorpresa de esa orden.-Gracias señor.
-Amor.-Dijo ella de pronto, con una sonrisa que mostraba unos dientes perfectos.-¿iremos al bosque?
Entonces el sonrió, algo raro, aunque de forma discreta, eso sí.
-Solo quiero pasear, pero dicho paseo está sujeto a cambios de rumbo que seguramente te agraden. Por una vez en mucho tiempo, no tengo un plan fijo.
Él se puso el abrigo y se aseguró de que tenía todo los necesario en los bolsillos. Cartera, monedero, lápiz, bloc de notas, papeles sueltos, cuchillo en miniatura y un pequeño objeto que servía para ver a largas distancias.
Cuando salieron de la casa, ella iba vestida en un sencillo vestido de colores boscosos, que combinaban con exquisito gusto el otoño y el verano. Las mujeres ricas de la ciudad, cuando los veían pasar, dedicaban murmullos de envidia a ella. Cuando se disponían a salir para caminar, él se paró frente a un pequeño rincón del jardín que estaba sin cultivar e hizo una señal con la cabeza. Ella sonrió y fue casi flotando hasta ese lugar y posó las manos sobre la tierra, hundiendo los dedos en ella.
Ella lo percibía todo, desde el desarrollo natural de las raíces hasta el arrastrar de lo gusanos y lombrices que tan buena causa cometían al oxigenar la tierra.
-Dos días, amor.-Dijo ella, con una sonrisa, sin molestarse en limpiarse la tierra de las manos y rodeando el brazo de su amado con toda delicadeza y alegría.
El hombres asintió y finalmente empezaron el paseo.
Salieron de casa y se dirigieron a donde el río entraba en la pequeña población. No era una gran ciudad, pero contaba con un número decente de personas que vivían sus vidas apaciblemente entre edificios de tres o cuatro plantas y tenían en las afueras un incipiente lugar donde las fábricas hacían su aparición para no marcharse nunca mas. A los bordes de la cinta de agua cristalina los niños se entretenían jugando en el agua, en un día acalorado, que invitaba mas a la siesta que a la actividad. Contemplaron a los niños, él con cierta simpatía y una pequeña sonrisa, ella con infinito amor. Unos cuantos pasos mas allá se podía ver a un par de estudiantes de la escuela de artes dibujando el paisaje que se extendía ante ellos, con sus casas y un pequeño embarcadero.
-Amor. Ayer en la plaza del mercado escuché a la señora tan simpática que vende vestidos que llegaría una nueva remesa este día. ¿Podemos ir a verlos?.-Dijo ella mientras, con dulce y melodiosa voz.
No le tomó mucho tiempo al varón de la pareja hasta que se decidió a satisfacer el deseo de su amada, que sonriente (mas aun), demostró su alborozo con un estrechamiento mas fuerte del brazo de su amado.
La mujer que vendía los vestidos los recibió con un sonrisa y unos potentes besos en cada mejilla. Eran de sus clientes mas habituales. Mientras ellas se ponían a contar todo aquello que había sucedido desde el día anterior, el hombre miró la máquina de coser. "Intrigante instrumento, sin duda". Siempre se quedaba mirando ese aparato que tan bellas obras producía, ahí expuestas sobre rudimentarias tallas de madera realizadas por los jóvenes del aserradero y los carpinteros locales.
-¿Algún día podré darle clases de costura, señor?.-Dijo la mujer, regordeta y de resultas maneras.- ¿Quizás me haga un competidor en este alegre lugar?
-¿Que? oh, no señora.-Dijo él.-Mis manos son torpes para estas cosas. Cien veces he intentado aprender los rudimentos de la costura y la creación textil y cien veces he fracasado.
En ese momento, pasando su amada por su lado,esta le susurro:
-Doy fe, pues se te da mejor quitarme la ropa que crearla.-Provocando un sonrojo evidente en ese rostro normalmente resuelto a la calma y el decoro.
La mujer de los vestidos no pasó por alto ese detalle y rió como reiría en una ópera la soprano.
-Veo que el frío hombre de ciencia tiene sus calideces.
-Su gran corazón lo es..-Dijo ella, examinando el vestido verde de la entrada.-Que delicia. ¿Sería posible pasarlo a recoger mañana?
-Por supuesto, señora.-Dijo la amable dependienta de la tienda.
Salieron de nuevo a las afueras de aquella pequeña urbe en camino de ser una gran ciudad con el paso de las décadas. Fueron al ansiado y anhelado bosque, donde hacía unos años, un joven y prometedor estudioso de la flora y la fauna se había encontrado lo mágico e imposible.
Ella se separó entonces del brazo de él y antes de que pudiera decirse nada el vestido que llevada puesto se desprendió del cuerpo mientras ella desaparecía entre los árboles con pasos alegres que al momento dejaron de escucharse, así como de verse el cuerpo que le había cortado la respiración cada vez que lo veía expuesto.
El hombre se dedicó a caminar y a disfrutar de la flora. Muchas de aquellas plantas las había catalogado él cuando era joven. Algunos de los animales también se habían dejado catalogar cuando estaban por la labor. Las risas a veces se escuchaban a la derecha, otras veces a la izquierda. Sintió de vez en cuando una caricia en diversas partes del cuerpo y risas mas cargadas de intención. El científico no podía evitar recordar como se la había encontrado, él todo torpe y sin gracia alguna, demasiado sesudo en sus explicaciones, y ella simplemente mágica y perfectamente desprovista de vergüenza.
Tantas habían sido las ocasiones en que había recorrido aquel bosque que hasta juraría que podría recorrerlo con los ojos cerrados. "Dos abedules iguales a la vuelta de la esquina", y ahí estaban. "un ciprés inclinado como en una reverencia por aquí", y ahí estaba el dicho ciprés. "Y ahora un claro con un árbol en medio". Y había árbol pero no claro.
La sorpresa fue soberbia y los ojos del hombre de ciencia se desencajaron al ver que aquel claro era un lago perfectamente natural y se juraría que aun mas perfectamente redondo, lo cual en sí no era nada natural. En sus aguas se encontraba su amada, nadando felizmente, disfrutando de las aguas cristalinas. Aunque lo mas imponente era quien se encontraba bajo el árbol, aislado del resto del mundo por un montón de tierra.
La Reina de las Dríadas se acercó a él caminando sobre el agua como Cristo había hecho aquella vez. Los pájaros volaban a su alrededor y tenía dos ardillas en cada hombro. Era una mujer alta, con cabello del color exacto de la tierra y porte de una digna emperatriz. Estaba ataviada por unas telas de seda ligera que se agitaban a pesar de que no soplaba una sola brisa. Su cabeza estaba coronada con una tiara de madera de factura aparentemente simple pero que al ojo del carpintero era un trabajo sesudo y muy original. Cuatro joyas de color incierto pero que inevitablemente hacían pensar en las cuatro estaciones eran el motivo principal de atención.
-Majestad.-Dijo el hombre, haciendo una profunda reverencia.-nos honra con su presencia y yo así de humilde me muestro ante vos.
-Yerno.-Su rostro era una máscara impasible e irradiaba formalidad en su voz.- Me honras con tu saludo. En lo que llegabas, mi hija una vez mas me ha dicho lo feliz que es contigo a pesar de tu presencia de ropa excesiva y tus costumbres puramente humanas.
-Su majestad sin duda tiene razón una vez mas, mas por una vez he de decir que todo ser vivo tiene extrañas costumbres al compararlas a las propias.
La Reina de las Dríadas tenía unos ojos que evocaban en ese momento la llegada del Otoño y por tanto al verde del Verano le estaban sustituyendo unas pintas amarillas y pardas, pero ello solamente le confería mas intimidación.
-Indudablemente, querido.-Dijo la Reina y ofreció su mano. Tras ser honrada con un simple roce de labios y no mas, la alta mujer (mas que su hija, que nadaba aun alegremente), señaló en una dirección.-Debo manifestar mi preocupación por la fauna que en la desembocadura del río se encuentra, pues esas casas grises con altas chimeneas parece que hacen daño a los sirvientes de las náyades. Y a las náyades, todo sea dicho.
-Tendré en cuenta este problema y lo solventaré lo antes posible, mi señora.
-Bien.-Dijo sin mas la dama mas poderosa de los bosques y se agachó para acariciar el cabello de su hija y besar su frente antes de desaparecer en forma de ráfaga de hojas.
El hombre tuvo que sentarse para asimilar todo, pues raro era que su suegra se presentara así como así. En la última ocasión casi le hace azotar con un látigo hecho de ortigas por discrepar con ella en unas cuestiones.
-Ven amor.-Dijo una de las cientos de hijas de aquella figura que se había disuelto en el aire hacía escasos momentos.-Báñate conmigo.
El científico la miró y recordó el motivo de su desconcierto inicial.
-¿Como es posible que ayer hubiera aquí un claro con un árbol en medio y ahora ese claro sea un lago?
A la sencilla y perfecta sonrisa le siguió una sencilla y mágica respuesta.
-Ayer fue ayer, y ayer no es hoy, por lo tanto este claro no es un claro, y es un lago.
El amado de esa dríada le deleitó con el mas desconcertado de sus rostros, algo que la hizo reír animadamente. A ese tipo de razonamientos él le llamaba "respuestas driáticas", respuestas que encajaban en la realidad pero no en la lógica. Ella le salpicó para sacarlo de su desconcierto y salió del agua, desnuda como estaba. Nunca se acostumbraría a esa visión. Siempre se le cortaba el aliento ante esa perfección casi hiriente. Con habilidosas manos le hizo desprenderse del chaleco tan forma, de la camisa, de los pantalones, de los calzones, botas, calcetines y todo lo que no fuera natural en su cuerpo.
-Te amo.-Fue todo lo que acertó a decir ella antes de abalanzarse contra sus labios y caer ambos al agua entre chapoteos y risas.
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