La gente iba y venía por la calle empedrada y golpeada por el sol. La temperatura era agradable, acompañada de una vista que dejaba en calma los sentimientos mas negativos. Las mesas blancas atestadas de gente sostenía, como es lógico, todo tipo de comidas y bebidas en las que las personas se recreaban en su sabor. Aquel lugar, de los mejores de la ciudad, estaba siempre lleno de clientes, con la presencia de muchos turistas que bajaban en manada de los grandes transatlánticos. Todos los acentos estaban ahí presentes. Las grandes ciudades flotantes esperaban elegantes a que volvieran a llenarse de inflados turistas ingleses o chinos para ir al siguiente destino. La gente iba y venía dejando el dinero a la atenta camarera y luego marchándose para no perder el barco o para regresar a sus quehaceres.
En una de las mesas había una pareja que tomaba algo tranquilamente. Las personas que estaban en las otras mesas, sobretodo los hombres, de vez en cuando miraban a la dama que tranquilamente tomaba un té. Las mujeres, ciertamente, no encontraban el mismo entretenimiento vidual en el caballero que se sentaba frente a la dama. En verdad a ambos no les importaba las miradas que despertaban o dejaban de despertar. se miraban fijamente mientras el tiempo pasaba. El cabello negro, precioso, de ella ondeaba ligeramente por acción de la brisa y constantemente su sonrisa estaba en lo alto, tranquila, sin preocupaciones que enfrentar. Miraba de vez en cuando hacia el puerto, donde había todo un bosque mástiles de barcos que tenían alguna historia que contar en las aguas oceánicas. Sus ojos negros eran penetrantes como dos lanzas de hierro oscuro.
Él estaba vestido de traje negro y miraba a su acompañante con devoción.
Ella era el cúmulo de emociones mas dulce del mundo. Observaba cada detalle de lo que los ojos le permitían ver mientras ella a su vez miraba con completa ternura a dos niños jugando en las inmediaciones. Una de las niñas se le quedó mirando por un momento y ella, por instintiva reacción, correspondió a su curiosidad con una sonrisa que podría dar una nueva vida incluso a los difuntos. El mundo se iluminó por un momento, toda la terraza parecía no albergar ni una sola sombra. La niña volvió a sus juegos y la bella dama la siguió con la mirada por un momento hasta que se perdió de vista y volvió a mirar a su elegante caballero. Este la observaba con el asombro en su rostro, como si fuera la primera vez que la tenía delante. Ella bajó un poco la cabeza sin dejar de sonreír.
-¿Que ocurre?.- Preguntó con cierta timidez a la vez que curiosidad
-No....-Comenzó a decir aquel hombre tan elocuente pero ahora mas falto de palabras que de agua un desierto.-No sabes lo afortunado que me siento en tu presencia.
-Oh vamos - Comenzó a decir la dama con tierna sonrisa pero el caballero interrumpió
-A donde tu quieras ahí te seguiré, solo para poder ver esos ojos negros que me persiguen y me capturan en sueño, ante los cuales no siento temor.
Ella sonrió un poco mas y se puso a beber de su taza de té sin mirar al caballero, halagada hasta lo indecible. Ella no comprendía a que se debía tanta adoración. A lo largo del camino para llegar a ese sitio, mientras paseaban, bellas mujeres ataviadas con vestiduras sin duda mucho mas atrevidas que la suya (un elegante vestido negro sin escote aunque si que resaltaba sus formas) había pasado por delante de ellos. Él en ningún momento había desviado la mirada ni la conversación. Ella era como la única mujer de toda esa ciudad ahora mismo. Quizás del mundo. No hacía ni referencia a amistades comunes. Solo callaba cuando la mirada de ella se posaba en la de él, el caballero lo advertía y dejaba paulatinamente de hablar. Se le iba el hilo y tenía que preguntar en que punto de la conversación iba. El caballero decía muchas tonterías, algunas incoherencias, locuras que solo él entendía pero ella reía igualmente.
Y ahora estaban ahí, frente por frente, degustando un té y un batido de limón. Ella rezumaba elegancia, bondad, luz, carisma, ternura, afecto, inteligencia. Era un todo hecho mujer. Tan compleja de entender como fácil de ofender y aun así no perdía la sonrisa, con la que acuchillaba a sus enemigos y a los que le fallaban en la senda de la vida. El caballero no perdía de vista cada cosa que hacía, cada segundo que pasaba. No se perdía ni de contar cuantas veces se movía su garganta para tragar el líquido que espabilaba en sustitución del tradicional café. Un humilde colgante con una esmeralda decoraba con sencillez y elegancia el cuello de la dama, que había sonreído y casi saltado de alegría cuando lo vio sostenido en su cuello, colocado por el propio hombre que ahora estaba mirándola con adoración.
Y la tarde pasó y llegó la noche. Pasearon tranquilamente, con ella agarrada de su brazo y él en el cielo. Fueron a bailar y rieron ante todo lo bello que les ofrecía las calles de esa ciudad, gris en apariencia pero llena de motivos de alegría. Los músicos callejeros tocaban canciones, los vendedores estaban ocupados ofreciéndole lo mejor a aquella dama ante el ojo vigilante de un caballero que la protegía en cuerpo y alma. Unos cuantos amigos los saludaron. Miradas pícaras al joven y de amabilidad suprema a la buena mujer que había sido tan bellamente anunciada por tanto tiempo. Al fin había llegado en la ciudad y muchos vieron a ese caballero hacer algo que no le veían hacer muy a menudo: Sonreír.
En la noche la fiesta se intensifico y una vez llegados a la habitación ella se acostó dejando por el camino un rastro de sinuosos pasos que encendían imaginaciones y relatos, poesías y caricias de alientos entremezclados en la imaginación de aquel caballero. Pero esa es otra historia.
A la mañana siguiente, aquel mar de luz hecho mujer, amanecía cubierta por sábanas de satén azul y una rosa del mismo color entre ella y el caballero que la protegería ante todo y todos.
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