Lamían las llamas las paredes del castillo, era toda una catástrofe digna de retratar en miles de cuadros pues aunque trágico, también era una verdadera maravilla ver ese espectáculo de color y de luz que mataba la oscuridad de la noche de una forma mas que sobresaliente. El humo era asfixiante en su máxima expresión y ni una bocanada de aire fresco se podría dar cuando este entraba con sus lánguidas garras dentro de la garganta de quien se encontrara en su camino ayudado por el viento. La luna había rehuido de mirar ese espectáculo tan intenso y luminoso aunque las estrellas asomaban entre las nubes para alarmarse y preguntarse cuantos habían sobrevivido. Los habitantes de los pueblos adyacentes que se encontraban en las cercanías se encontraban extasiados por el sentimiento de ayudar a apagar las llamas, corriendo de un lado a otro recurriendo a cada pozo que se encontraba en las inmediaciones. Todo el servicio del castillo al completo estaban mas que locos intentando luchar contra las llamas que se ponían mas que insistentes en hacerse dueñas de esa construcción. Luchaban contra el calor sofocante, contra el humo impregnado en productos de todo tipo por culpa de ciertos laboratorios que se extendían a lo largo de toda la amplia construcción. Era infernal todo aquello, sencillamente infernal. las mujeres llamaban por sus hombres, los niños a sus madres y los hombres a sus familias, para que digan que los hombres piensan con la entrepierna.
Y un caballero buscaba con abierto desespero a su familia, a su mujer embarazada de pocos meses pero embarazada a fin de cuentas y a su hija. La armadura lo estaba abrasando por dentro y decidido se la quitó quedando a pecho descubierto. Un erudito del saber estaba llorando desconsolado por todo el saber que se estaba perdiendo y confiaba en que su aprendiz, que había corrido desoyendo su consejo de protegerse se fue directo a la biblioteca a salvar todo lo que sus delgados brazos podían salvar. El pobre chaval no saldría con mas de dos o tres libros pero saldría con toa la fortuna de los dioses de su parte. La servidumbre estaba mas que entregada a la extinción de las llamas. Un par de magos se habían unido invocando la mayor de las tormentas de lluvia con la que apagar las llamas. Sin embargo el denominador común a las preocupaciones de todos aquellos que se encontraban presentes. El señor del castillo. Donde se encontraba lo ignoraban pero temían que con su muerte terminara el esplendor de esa bella comarca que tan bien mantenida por la sabiduría y la justicia había estado.
Lo que ignoraban es que en los aposentos reales el señor de ese castillo ignoraba a su vez las llamas que devoraban en castillo a pesar de que el incendio se había iniciado en las dependencias de ese poderoso lord que tan buen juicio pretendía tener en todo momento. Las miradas con su amante eran cruentamente intensas, se devoraban mutuamente como las llamas al castillo. Sus cuerpos ardientes estaban siendo el final de esa estructura de la cual ya no dependían pues únicamente se refugiaban en los labios y los besos del otro. Se mordían con crueldad, se decían todo tipo de obscenidades y de bellas palabras, se lamían las heridas mutuamente de una forma tierna, casi maternal, se besaban con pasión y dejaban que el sudor los cubriera en medio de los poderosos gemidos que emitían sus gargantas cada vez que un éxtasis de intenso placer invadía cada fibra de su ser, llevándolos mas allá de ese castillo llameante, de ese infierno que antes era un cielo, un paraíso de prosperidad. En el punto álgido que siempre precedía a esa bajada de ritmo sus labios se unieron de nuevo en un largo e intenso beso que poco a poco fue dando paso una ternura imposible de concebir en ningún tipo de composición artística.
Y el incendio los cubrió pero no los mató pues ellos eran mas ardientes que el fuego y cuando todo se hubo apagado, cuando todo hubo terminado, los caballeros, revisando los escombros se acercaron a esa cama de sábanas negras, intactas, sin una sola mancha de hollín o quemadura que se pudiera apreciar pues ninguna había, descubriendo los cuerpos de su señor y la amante de este, llenos ambos de algún que otro arañazo echo por el contrario, pero sonrientes y mirándose un instante con la mas infinita ternura y a la vez el mas apasionado deseo. La cara de estupefacción de los caballeros era algo digno de retratar sí, y mas aun la indignación de algún que otro religioso pero sin embargo el erudito, el mas sabio y anciano de todos los presentes se dedicó a sonreír y sencillamente decir a los presentes.
-Estos chicos de hoy en día. -Y sin mas se dirigió a lo que quedaba de al biblioteca a hacer revisión de lo que se había perdido y de los destrozos causados por el incendio que esos dos amantes fogosos habían causado.
Muy bueno David!
ResponderEliminarGracias querida Melanie
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