martes, 15 de julio de 2014

Las tres hijas de la luna.

En medio de las sombras creadas por las nubes, estas se fueron apartando para dar a su majestad la luna, blanca dama de gélida mirada, que clavaba en los seres vivos sus indiferentes pupilas. Recorría el mundo, la bóveda celeste, en una especie de displicente paseo, mirando aquí y allá a todas las extrañas criaturas que paseaban bajo sus milenarios y adorados pies. Se encontraba lejana pero acertaba a observar que en los alrededores de un lago cercano un caballero se aventuraba a acercarse a este. Había caminado mucho tiempo para poder encontrar un lugar en el que poder descansar y así fue. Aquel lugar era bello, con muchas flores abiertas a pesar de la noche que la luna solo iluminaba, bajo aquel techo claveteado de estrellas blancas, rojas, azules, todas belleza y encanto. Pero tras apartar los últimos arbustos su corazón casi explotó ante lo que vio. 

La luna reveló la silueta de tres mujeres que se bañaban en ese momento, a aquellas tardías horas de la noche. Sus formas quedaban totalmente expuestas a la apreciación de quien pudiera verlas. Nadaban y reían aunque dos de ellas muchas veces peleaban. Se lanzaban miradas oscas pero al momento se carcajeaban con sus voces agudas que estremecían el agua y dejaban que esta transmitiera una invitación a la diversión a través de la orilla y de ahí a los arbustos, y de ahí al caballero, que miraba absorto a las tres damas nocturnas. Eran risas muy similares a la vez totalmente distintas, pues la de una contagiaba su alegría y la de otra petrificaba de terror a quien la escuchaba. la risa de la tercera era un intervalo de una y otra.

Sin darse cuenta, hipnotizado o sumergido en pensamientos extraños, en ideas volátiles como un volcán, el caballero avanzó un paso y la noche gimió de dolor al escucharse una rama seca crujir. La primera mujer en girarse se puso en pie dejando que el agua resbalara por su piel blanca. Demasiado blanca. Las otras dos se quedaron mirando al extraño mientras la primera se fue acercando hasta salir del lago. A su paso surgían llamas y a continuación, de forma inexplicable, estas se apagaban para dar paso a la escarcha. El movimiento fluido de sus caderas contoneantes daba a entender que tan fogosa podía ser la danza de su cuerpo. Solo contemplarla quemaba el interior de un hombre en gemidos de un profundo y doloroso placer. Dos ojos verde-azulados y una sutil sonrisa fue lo último que vio antes de que dos gélidas y blancas manos tomaran su rostro y el beso mas embriagador, apasionado y venenoso se produjera entre esas bocas.

Fue un beso largo, lento, intenso. La boca de ella se afanaba en explorar cada rincón de la boca de él mientras sus manos bajaban por su cuerpo y de entre sus labios entreabiertos liberaba un excitante sonido, una llamada a pecaminosos actos en los que se pegaban mas a él y desgarrando lentamente su alma en dolor y placer. De las caricias de ella surgía la llamada de la pasión, las caricias mas sensuales y de sus caderas fluía la constante petición de mas. Pero tal como empezó todo termino y la mujer se separó de él, lo observó y sin mediar palabra se marchó de aquel lugar, desnuda como estaba, hasta fundirse con la sombra. 

Vino entonces la segunda mujer y se repitió la misma escena pero a la vez de una forma tan contraria como igual de fascinante que la primero. Ella no vino acompañada de fría sensualidad y frenesí, sino de alegría y de un dulce y tierno encanto que derretía los corazones mas gélidos y pétreos. La segunda mujer se estrelló contra él y lo miró a los ojos ignorando el campo de flores moradas y blancas que había crecido tras de ella. Aquellos ojos azules lo estaban matando por dentro, suplicándole que la protegiera, que le diera cobijo entre sus brazos. Su rubio cabello tenía un aroma dulce y era suave como el resto de su cuerpo, blando, cálido. Alzó el rostro un poco para mirar mas de cerca al caballero y sin mas le dio su beso. 

Su beso era miel, era despertarse con el amor encima o debajo de uno mismo mientras los rayos del sol iluminaban su desnudez tras una noche de hacer el amor como los dictados del placer ordenaran. Era un exquisito "buenos días" y un amargo "siempre te llevaré dentro de mi". Los labios se movían con encanto, delicadeza, sentimiento, calor. Eran calor de la vida, aquel campo que los hombres y mujeres araban para obtener buenos frutos como la amistad, la felicidad, el amor. De ese beso se soltó un suave suspiro y se produjo el advenimiento de la separación. Se separó de él y con un sonrojo de timidez encantadora, se alejó no sin antes mirar atrás, volverse a sonrojar y perderse entre las sombras. 

Vino entonces la tercera mujer. Incomparable. Lo que habían sembrado las dos anteriores a su paso se deshizo, quedó borrado, dejando aquel lugar como había estado al principio. Se acercó con unos ojos como pozos sin fondo que destellaban con la luz de la luna, ahora tras el caballero para poderse guarecer de tan radiante belleza. Sus pasos eran una tormenta de arena y un paño de seda llevado por el viento de dicha tempestad. Era un gesto decidido pero delicado, suave pero firme. El agua hacía brillar levemente la piel y de su desnudez se adivinaban unas formas de mujer hechas para el sano pecado de amarse durante noches enteras, eternos segundos hechos caricias y susurros. No pudo ver mas detalles pues sin darse cuenta esta miró sus ojos y él hizo lo propio. Se miraron largamente. Sus ojos. No paraba de mirar sus ojos negros.

Y supo entonces que no serían necesarios beso o caricia alguna, que su corazón estaría perdido en aquel precioso fondo oscuro. Y sin embargo ella tomó su rostro y depositó los labios mas perfectos jamás sentido sobre los de él, moviéndolos con un mimo y una ternura que levantaban pasiones entre los poros de la piel de aquel afortunado caballero. Su cuerpo se relajó, olvidó a las dos ilusiones, pesadilla y sueño respectivamente de esa noche. Al fin había despertado.