martes, 12 de enero de 2016

El emperador.

El emperador era un hombre poderoso y temido, rico comerciante de tierras vírgenes a veces y gran conquistador militar y poético otras. Sus ojos eran la esencia misma de un doloroso pasado, que había petrificado un corazón que prometía bondad, pero poco a poco se fue tiñendo del rojo de la sangre enemiga en el campo de batalla. Sus años de infancia fueron tan efímeros como la vida de su madre al traerlo al mundo, la cual había sido enterrada al día siguiente de su nacimiento. Su padre era la viva esencia de la ira, de la pérdida no superada, de la astilla del recuerdo aun a pesar de las últimas palabras de ella, amables, dulces, tiernas. El emperador recordaba con dolor, casi a cada momento los golpes, el aliento empapado en vino, correoso ante cualquier olfato.

Entonces el emperador descubrió la grandeza de la lectura. Con ojos siempre teñidos en tristeza, exploraba las páginas de aquellos libros con ansias, cualquier cosa le servía. Su mente viajó desde cuatro paredes de una biblioteca cercana a su casa a través de mundos infinitos de colores vivos; estuvo al lado de los grandes científicos de otros tiempos cuando descubrieron las claves que hacían progresar al hombre a través de las pruebas y, en ocasiones, fatales errores que llevaban a lamentar vidas humanas borradas del mapa en menos de un suspiro. Aquello le entristecía, pero no dejaba de leer, no se rendía, buscando algo. Siempre atendido por una bella dama de cabello rubio y ojos azules, como los suyos, ella estaba permanentemente dispuesta a lograr que el niño, futuro gobernante, aprendiera todo aquello que se le antojara:

-Algún día seré grande, algún día seré recordado, quien sabe por qué motivo, pero habrá una estatua de mi en esa plaza..-Decía con fiera determinación en aquello ojos infantiles, ante la sonrisa maternal de la bibliotecaria y su acompañante gatuno.

Llegó entonces la pubertad, el interés por las mujeres. A veces los poemas aprendidos eran útiles, el beso se producía y muchas mujeres suspiraban pero de pronto encontró a una que se le resistió, pues era inteligente, y determinante en su vida. Llegó el amor. Aquello que le hizo morir ente los ojos de esa mujer fue el amplio conocimiento de poemas varios, y de números, y de arte. Aquellos ojos tristes por primera vez sonrieron. Ella también era huérfana, su nombre un secreto, su sonrisa un hechizo y su rostro un sueño. Ella se mostró reacia a las lisonjas de libros centenarios, hasta que un día cayó en la cuenta y le recitó un poema al oído. Ella se sonrojó, abandonando por un momento ese gesto de fría dureza que mantenía con los demás jóvenes de su edad:

-¿De quien es? no lo conozco,- dijo ella, con el rostro levemente girado, ocultando el claro sonrojo que asomaban a sus mejillas, alisándose un vestido comprado con sudor y arduo trabajo de su madre, hilandera en una fábrica cercana.
-Mio.-susurró aquel jovenzuelo, tan taimado para los conocimientos y tan tonto para otras cosas, pero determinado siempre a mejorar.-Lo compuse dentro de mi memoria, llevándolo desde de mi corazón, cada vez que pensaba en tí hacía un verso.

Y llegó la guerra. El que podría ser el último beso fue largo, con el petate a la espalda, todos los bártulos de medición y cálculo de distancias a la cintura y con la frialdad en los ojos. partía un joven ayudante de artillería y seguramente llegaría un guiñapo, una sombra de lo que fue. Ella esperó, largo tiempo esperó. Los días fueron semanas y ella ya estaba mas que curtida en los ríos de lágrimas que salían de su rostro tras esa última carta. Aquel hombre había desaparecido entre explosiones enemigas, gritos de fiera batalla y seguramente dolor. Llegó el invierno y ella, un día, escuchó cascos de caballo. Alzó la vista, y allí estaba, glorioso coronel, determinante caballero en la batalla, salvador de miles de vidas de aliados y de enemigos. Condecorado y con planes de futuro llevó a su esposa a un lugar muy especial.

Hubo mas batallas, y él siempre partía con esa determinación fría en los ojos. Un "te amo" siempre salía de sus labios tras un largo beso; luego, partía hacia el infierno mas desconocido para sus hombres pero perfectamente estudiado por la fría determinación del que, con temprana edad, era general de ejércitos. Fue mordido por bestias con piel de colores y garras de acero, por hombres desesperados ante el hambre, atacado por viles enfermedades engendradas de la maléfica mente humana. Sobrevivió a todo. Aquellos que le seguían ciegamente a la batalla le creían destinado a algo grande.

 Entonces llegó otra guerra, pero esta vez entre hermanos, padres, hijos, conocidos, vecinos. Se impuso el orden con mano dura por parte de un triunfante general que había ganado todas las batallas, destronando a un rey enfermo y absolutista hasta la del amor. Y en ese rapto de autoridad o locura máxima, ante la mirada, por una vez temerosa de su amada, el general se coronó emperador entre austeras columnas casi milenarias de un un templo dedicado a un dios desconocido. Los testigos fueron todos leales a la nueva corona, al jefe supremo de ejércitos de tierras inhóspitas y de las civilizaciones situadas en cualquier punto cardinal del mapa.

El recién coronado emperador siempre estuvo al frente de la batalla política, militar, económica, planteando, pensando y ejecutando planes para cada dificultad. Visitó en un par de ocasiones el templo de la sabiduría que le había otorgado todo aquel poder: la biblioteca con aquella señorita, ya un poco mas mayor, pero igual de tierna. Por real decreto todas aquellas personas dedicadas al saber, como esa dama, no estaban obligadas a inclinarse ante el poderoso emperador.

Y ahí estaba el, en cierta ocasión, juzgando casos varios, tanto de la nobleza como de buenas y pobres gentes. Entonces, el encargado de anunciar nombres y títulos (cuando los tenían), soltó el nombre de la princesa. Sí, el emperador había tenía uno hija con aquella maravillosa dama que tanto años atrás había conocido. La princesa, con toda diligencia, explicó aquellos motivos que le habían llevado a infiltrarse en las cocinas imperiales y sustraer de forma inadvertida para la mayoría de los pinches de cocina del palacio una inocente y suculenta manzana. En asuntos del reino, el emperador era decidido y según algunos a veces quizás demasiado estricto, rayano en lo cruel. Pero el emperador tenía un punto débil: aquella criatura que, empequeñecida ante la enorme figura del cocinero jefe, miraba al hombre mas poderoso del mundo con la misma misma ternura con la que un hombre y una mujer se miraron hace tantos años a la luz de la luna.