lunes, 15 de enero de 2018

Cuando un buen hombre se va (padre e hija 2ª parte.)

Toda la ciudad había sido cubierta por un manto de nubes, como si los mismos cielos hubieran escuchado de la terrible noticia. Caía una lluvia fina que dejaba todo humedecido, que parecieran las lágrimas de los ángeles que despedían el alma de un hombre para darle una alegre bienvenida a los cielos. En cada calle, de buena y mala fama, en cada taberna, incluso en cada corazón, ese cielo representaba el estado de ánimo y la devastación de sus ciudadanos.
Había muerto un hombre bueno, un hombre amable, que nunca había distinguido por clase, profesión, género o forma de vida. Aquel hombre anciano, de sonrisa siempre afable, de talante siempre generoso, dispuesto a ser un gran vecino, un buen amigo y un excelente padre y marido. Todas las personas que lo conocían lo lloraban en ese momento. la estampa que daba aquella calle, donde esa tienda de de dulces había dado tanta felicidad, era ahora mismo la imagen misma de la pena y la congoja.
Hacía varias horas que aparecieron los primeros hombres y mujeres. Vecinos de aquella tienda, clientes habituales que pasaban todos los días y pertenecían a buenas familias. El hijo de aquel hombres los recibió como lo habría hecho su padre, con una sonrisa a pesar de los ojos llorosos. Intercambió unas cuantas palabras, aceptó aquel sincero pésame de una de las mujeres mas acaudaladas de la ciudad, una anciana elegante a pesar de su edad y de humor ácido, aunque en aquel momento sin apenas palabras con las que poder hablar. Un opulento banquero, junto a sus hijos, abrazó a ese hombre humilde como su padre, entre lágrimas.
—Era una de las personas mas grandes que he visto. Ni todo lo que yo puedo poseer en la cartera o el corazón serían capaces de reparar este daño.— Dijo antes de refugiarse en el pecho de su esposa.
Llegaron mas carros. Desde los barrios obreros se movilizaron marinos, trabajadores de la construcción, mineros, cocheros particulares y públicos, descargadores de cajas, repartidores de periódico, de paquetes de correos, taberneros, costureras, secretarias de jueces, artesanos, artistas ambulantes,  carteros, feligreses de las tabernas sin oficio, prostitutas, panaderos, carniceros, incluso algún ladrón que se día juró no herir la memoria de aquel hombre.
—Señor—Dijo un trabajador de los muelles.—En nombre de todos mis hombres le damos nuestro pésame por la muerte de su padre, probablemente uno de los mejores hombres que ha conocido esta ciudad, y quizás todo el país. Quizás solo visité su tienda un par de veces pero me dejó grandes recuerdos.
El hijo de aquel hombre, con los ojos en lágrimas abrazó a ese hombre de humilde familia y gran corazón. Hizo lo mismo con cada persona que se le acercaba. El hijo de ese hombre había heredado la generosidad de su padre, con mas temperamento pero sin duda era la viva imagen de él. Varias lavanderas tomaron sus anos y las besaron, jurando y perjurando sobre la bondad de ese noble vendedor de caramelos que alegró sus rostros hace tantos años y los de sus hijos, ahí presentes en ese momento. Los carros se iban marchando para dejar paso a otros.
Llegaron casi al mismo tiempo un grupo de cincuenta carros. La gente no cabía de asombro al ver a los mas distinguidos diplomáticos y nobles bajarse de ellos, todos con galas de luto a excepción de la representación de la marina real, que iba de blanco, con uniforme de gala. En el brazo izquierdo llevaban un brazalete negro, como señal de luto. Un hombre de rasgos finos comandaba esa comitiva. Presentes estaban también tres de los mejores generales que casi al unísono dieron su pésame a ese hijo huérfano ahora de padre.
—Señor, mi padre, al igual que yo, fue general, un hombre curtido en la batalla. Conoció a su padre cuando ambos aun tenía en pelo negro. Fueron amigos en la infancia y no me pasa desapercibido que su padre hablaba con merecido orgullo de usted.—Dijo uno de aquellos tres hombres, que bajaban la cabeza en señal de respeto.
—Gracias general. Mi padre me habló hace tiempo de su padre y puedo decirle que él estaba orgulloso de usted, y con motivo, por lo que veo.—Dijo aquel hijo huérfano antes de fundirse con ese hombre de espaldas anchas en un fuerte abrazo.
El cuerpo diplomático casi al completo fue pasando, Hombres que normalmente mostraban la vida imagen de la dignidad y el orgullo, este se mostraban entristecidos por una de las mas grandes pérdidas para todo el reino.
—Llevo mas de cuarenta años usando la palabra en favor a los interese de su Majestad, buscando los mas pequeños recovecos para encontrar una paz duradera, pero hoy no tengo palabras para describir la pena que siento.—Dijo un anciano de rostro ceñudo y cejas pobladas de blanco, con su monóculo y su experiencia internacional cargada a la espalda.
   Aquel almirante de la marina real que había llegado minutos antes miró su reloj. Faltaban diez  segundos. Pasado este tiempo se escuchó en la lejanía, desde el puerto, una serie de explosiones. Salvas de cañón de uno de los principales barcos de aquella nación. Mientras sonaban los estruendosos truenos de metal, los dos marineros que acompañaban a ese gran hombre bajaron la cabeza en señal de respeto. Un sincero homenaje de la gente de mar a un hombre dulce y encantador que había compartido lo poco que tenía con quienes mas lo necesitaban. El hijo agradeció aquel gesto dándole la mano al almirante.

   Seguidamente llegaron profesores de universidad, catedráticos, profesores y profesoras de colegios al servicio de la corona y de pago personal. Dieron un sentido pésame. Llegaron los huérfanos, aquellos niños estaban particularmente dolidos ante la muerte de alguien que había reparado en su presencia, que había sido el motivo de muchas alegrías en forma de dulce. Llegaron casi al mismo tiempo que otra parte de la nobleza, comerciantes ricos y no tan ricos, secretarios. Todo el cuerpo ministerial se congregó alrededor de aquel hombre que había perdido a una de las personas mas queridas por toda la nación.

   De un carromato se bajaron tres personas, un hombre, una bellísima y joven mujer, probablemente su hija, y una mujer de piel oscura. Los tres vestidos de negro. El rostro de la jovencita de grandes ojos era una máscara de dolor. La otra mujer, el ama de llaves, mantenía el tipo lo mejor que podía. El padre, con aquellos ojos ocultos en unas gafas oscuras, se acercó al representante de la familia que estaba de luto.

La mas joven de aquella familia fue la que llegó primero frente a ese chico ya crecido pero aun vigoroso.
   —Mi pésame es poco en comparación al dolor que se extendió por todo el estudio de danza cuando nos enteramos de la noticia. Fui clienta de tu padre durante toda mi infancia desde aquel día saliendo de la ópera con mi padre.—Dijo ella.— Ponemos todos nuestros recursos a tu plena disposición.
   —Mi señora, es decir, señorita.—Dijo entonces aquel hombre.— Yo tuve el honor de ver su primera aparición, con sus Majestades presentes, aquel día que usted se estrenaba para el ballet nacional. El honor de tenerla aquí delante llena mi corazón de un sincero agradecimiento a mi padre por haber sido capaz de congregar, en el pesar de su muerte, a tanta gente que me habla de su conocida bondad.—Tomó las manos de aquella mujer.—Muchas gracias.—Dijo con sincera emoción en la mirada.

   Mientras tanto en los cielos pasaba algo. Aparte de la llovizna que se había aligerado, se escuchaba algo mas, como una especie de zumbido constante que se fue intensificando. Era quizás un homenaje por parte de los ángeles de la modernidad, de los caballero con alas de aquel nuevo siglo. Comandaba aquel grupo de aguerridos pilotos un hombre de gran mostacho que habló por radio y dijo lo siguiente:

   —Que sea este día, un día triste como hoy, el día en que todos los hombres y mujeres lloraron a la vez la pérdida de un gran hombre, y que nos haga entender que no existen las diferencias a los ojos de la misma muerte— Decía a través de la radio el líder de la formación. —Y que la carga que llevamos en nuestros aviones sea lo mas mortífero que jamás se use entre las naciones.
   —Capitán, estaremos sobre el punto en treinta segundos.—Dijo su mano derecha.
   —Bien, a mi señal.—Dijo el líder de escuadrón. En su brazo izquierdo, al igual que todos aquellos pilotos, lo mejor de lo mejor de la Corona, lucía un brazalete negro, como señal de luto y respeto.-Vale ¡Formación, ya!
   Justo en ese momento cientos e incluso miles de cabezas se alzaron la mirada para explorar  los cielos, justo a tiempo de ver como catorce de los mejores aparatos y aviadores formaban en el aire un enorme y veloz caramelo. La parte baja de aquellos aeroplanos habían sido pintadas de verde.

   —¿Verde?.-Preguntó una condesa a una mujer de aficiones variadas.— ¿Por que verde?
   —Por su sabor favorito: la menta.—Le respondió un vagabundo, con una lágrima rodando por sus desgastadas mejillas.— Cuanto se le extrañará en este mundo.

   En los cielos, aquellos  hombres giraron con impecable coordinación sus aparatos e hicieron otra pasada.
   —¿Flancos?.—Preguntó el capitán —¿Listos?
   —Flancos derechos listos.—Dijo el ala derecha.
   —Flancos izquierdos listos.—Respondió la parte izquierda del envoltorio del caramelo volador.
   —Abrir el caramelo en tres, dos, uno ¡abrir, abrir!
   En ese momento los dos flancos se abrieron y abandonaron la formación para dejar paso  al grupo principal, cuyos pilotos, en sus respectivos aparatos, liberaron la carga. De aquellos aviones comenzaron a caer caramelos, bombones, piruletas, todo lo imaginable que pudiera ser dulce y ponerle una sonrisa en el rostro a un niño o un adulto.

   La muchedumbre, como por arte de magia, de golpe se maravilló ante aquello. Que dicha, algo dulce que poder llevarse a la boca mientras despedían con una sonrisa a aquel hombre tan dulce, tan afable, considerado santo para los grandes reyes y los mas bajos mendigos.  Todas las lágrimas hasta ese momento tenían el mismo valor, el de dolor de un buen hombre que ha partido, quien sabe, si a otro mundo donde se le necesitara mas que en este. 

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