lunes, 24 de diciembre de 2018

El hombre y la dama alada.


Mis manos rodeaban la voluptuosidad de su cuerpo destinado al pecado mas carnal. Ella, sonriente, con unos ojos que brillaban de deseo, parecía querer memorizar cada poro de mi piel, a través de la ropa, la cual iba poco a poco desapareciendo, estando mi cabeza centrada en otras cuestiones, aunque las prendas cayeran al suelo echas jirones. Sentía su calor contra mi calor, mucho mas apagado por mi naturaleza humana, mucho mas proclive a ideas mas gráciles, pero incapaz de fijar o asentar otra idea que no fuera aquella anatomía diseñada para la lujuria. Me hablaba con un tono de voz colmado de encantadora sexualidad. Tomó mi rostro y beso mis labios. La carnosidad de su boca se materializó con fuego y deseos de ver mi equilibrio y moralidad quebrados. Acepté su proposición silenciosa. Diría mas, pues tomé la iniciativa en tanto las lenguas se entrelazaban y se iban conociendo mutuamente.
Mi cuerpo reaccionó de forma visible, ella se separó lo justo para mirarme a los ojos, sabedora de su victoria y sus manos deshicieron mi ropa. No fue necesario que yo hiciera lo mismo, pues su desnudez fue mostrada desde el primer momento en que apareció en mi habitación, así había sido su método para cazarme. No sé en qué momento me vi en la cama, con su cuerpo diabólicamente perfecto sobre el mío, con sus senos pegados a la piel desnuda de mi torso. Mis manos delinearon las caderas y la fina cintura, y repitieron ese trayecto varias veces hasta que se hizo insuficiente ese espacio. Me aventuré hacia rincones mas dignos de secretismo. Ella suspiraba de un modo de invitaba incluso al mas humilde a sentirse poderoso y ultraterrenal, con sus ojos brillantes de deseo de mujer, ilusión de niña e intenciones de demonio. Aquellas alas que ella portaba no fueron impedimento para mis manos y sus vaivenes, que fueron al lugar de su donosa retaguardia, que con seguridad muchos había contemplado con abierto deseo. Ella dejó salir un suspiro mas marcado, junto a una sensación de plena aceptación que corrió por todo mi cuerpo hasta quedar ahí, en aquella parte de mi intimidad que la súcubo se había empeñado en reavivar con gentil y decisiva lascivia.
Me miró a los ojos, tomando mis manos, asentadas en aquella parte redondeada de su cuerpo, y haciendo que yo tocara cada una de las zonas que cualquier hombre daría una mano por tocar. Me miraba con abierto deseo, como si fuera ese  ideal de purasangre que muchas damas de alta y aja cuna desearan. Murmuró algo, se relamió ligeramente y condujo una de mis manos hacia el interior de aquel espacio entre sus piernas. Noté calor, mucho calor, y la obvia señal húmeda de que ella estaba preparada desde hacía mucho tiempo para consumar actos condenados por los mas básicos conceptos de la moralidad. Y entonces decidí que dicha moralidad, aquello tan subjetivo, no tenía espacio entre nuestros cuerpos tan apretados el uno contra el otro.
Por mi parte yo la miraba atentamente, con una sonrisa impregnada en deseo y un par de gotas de lujuria. Ella subió un poco su cuerpo y mi boca se encontró con sus aureolas y esa punta excitada por el calor y el roce de las pieles. El sabor era fuerte, la temperatura era cálida, mas de lo que un ser humano puede emitir sin considerarlo febril, revelando la naturaleza de aquella dama venida de un mundo destinado a la lujuria. Saboreé su cuerpo, su piel, mis manos apenas se contenían ya en los límites a explorar, y sentí la imperante necesidad de que ella finalmente abriera su cuerpo a mi. Mas aun.
Por instinto o experiencia, ella advirtió mi urgencia, sonrió de nuevo de esa manera, lasciva y perfecta y unió su cuerpo al mío. Sus manos se apoyaron en mi torso mientras las mías se asentaban en sus caderas, que iniciaron un lento vaivén cargado de erotismo y claras intenciones de complacencia mutua. Ella se movía con ese brillo en los ojos de abierto deseo, como si para sus mas fieles e íntimos objetivos vitales no hubiera nada mas allá de mi rostro, visiblemente alterado por el placer. Sentí sus uñas rasgar levemente mi piel mientras las naturalezas de ambos se expresaban de formas varias. Mis dedos subieron a sus grandes senos, tomando una de esas puntas cálidas y lo apretaron, con la consiguiente nota de placer añadido, lo cual derivó en movimientos mas marcados.
Mis caderas se acompasaban a los movimientos de ella, regocijándome en el espectáculo que ofrecía ver esa ciega entrega, sin juicios ni prejuicios, tan solo viviendo el momento con plena capacidad de satisfacción mutua. Sentía mi rostro sonriente, invitándola a darme mas de aquello que poca gente podría darme en el otro mundo, el de los mortales como yo. Ella se mostró demandante, exigente, con mi cuerpo unido al suyo, moviéndose con decisión. Las preguntas mas racionales se desvanecían, y yo estaba encantado de ello, pues sabía que con esa dama del mas primitivo deseo, no existían las trampas ni las segundas intenciones. No dudé en dejarme llevar, en expresar mi placer abiertamente, con mis manos deslizándose por su piel, suaves pero al mismo tiempo decididas.
Mi tensión fue en aumento, la de todo mi cuerpo mientras mi mente se sumía en una nube de despreocupación cuando finalmente estallé de placer. Mi esencia se entremezcló con la suya, como dos corrientes que se cruzan al abrir un embalse. El último choque de los cuerpos fue tan sentido y entregado que involuntariamente me alcé unos cuantos palmos, acercándome a sus senos, que se posaron en mi cara una vez ella hubo conquistado con su feminidad hasta el último rincón de mi. Me deleité con el sabor de su piel, deslizando las manos por aquellas caderas que habían regalado uno de los bailes mas exquisitos de mi existencia en estos mundos.
Que curioso era todo aquello. Una vida consagrándome al bien y la justicia y fue un ser supuestamente diabólico quien me regaló un sentimiento pleno de libertad.
A la mañana siguiente unos labios se posaron sobre los míos y una lengua invadió mi boca. La tentadora dama demandaba su correspondiente tributo.


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