sábado, 16 de agosto de 2014

La deidad y el poeta

Los pasos seguros de la diosa hicieron cimbrear las caderas en las cuales habitaba el poder de la misma seducción. Observaba con una sonrisa blanca como la luna, ojos negros como la noche y brillantes como el día a aquel sencillo mortal, futuro plato de buen gusto en aquella noche estrellada. El joven se veía nervioso y aquello estaba encendiendo las mas bajas pasiones. Era sumamente atrayente sentir la entrega en sus ojos, algo que sería correspondido sin lugar a dudas. Dejó una sutil caricia en el torso de aquel encantador hombre que hacía escasos momentos había jurado eterna fidelidad y una adoración que pocos habían sido capaces de expresar de una forma tan exquisita, usando incluso versos sueltos para captar la atención de aquella deidad. Pero la enviada del mas dulce pecado veía algo mas en aquellos ojos inocentes y algo temerosos de cada pequeño gesto.

Con naturalidad absoluta, la diosa dejó caer la tela que cubría su cuerpo, haciendo que se rompiera el pesado y tenso silencio con el susurro de la tela al resbalar por su figura y el suspiro de su voluntarioso acompañante al no poder evitar repasar sus formas de mujer. Ella no dudó ni vaciló a la hora de acercarse sin apartar los ojos de él y dejó otra caricia en su cuerpo que fue bajando y bajando mientras con la otra mano atraía su rostro por la nuca y hundía una lengua indómita en aquel foso de poesía que ahora se debatía en fiera lucha contra la exquisita invasora. Los largos y oscuros cabellos de ella se deleitaron con la suave mano de aquel ser humilde de alma e intenciones que había llamado la atención de tan portentosa criatura con forma y maneras de mujer pero mas fuerte de corazón y mente que muchos hombres. Los labios se amoldaban lentamente sin llegar a mezclarse como sucedía con los alientos, cada vez mas agitados ante la intensidad del beso. Un sonido sensual brotó de los labios de la Musa de aquel poeta cuando la otra mano, hasta el momento desconocida descendió por la retaguardia y el sur de aquella mujer, apresando con firme delicadeza aquellas colinas suaves y redondeadas.

-¿Como se atreve?-Susurró contra sus labios la deidad a la vez que empujaba al poeta con brusquedad sobre la cama. Se inclinó antes de que este pudiera decir absolutamente nada y las caderas de ella fueron doblegando en suaves caricias de agua las ansias de escapar de su improvisada presa. en tanto los labios acallaban una disculpa innecesaria. Los juegos entre las dos serpientes de fuego eran de una exquisitez y lubricidad mortíferas para la razón, haciendo volar a ambas mentes a mundos en los que el otro los tomaba de mil formas y los hacía evadirse de sus cuerpos. Las manos de él rodearon la cintura manteniéndose en una posición precaria. Advirtiendo esto ella susurró en su oído tras deslizarse con una caricia constante de sus labios.-Mi poeta... escribe en mi cuerpo aquellos versos que no pueden ser recitados con palabras.-A medida que decía eso hacía notar toda la entereza de su templo de pasión contra la anatomía de su amante.

Y el poeta se hizo fuego en medio del erizamiento de la piel y los latidos acelerados. En medio de una risotada de ella él se colocó en la posición dominante y la miró a los ojos, como a un igual, contestando con un beso en sus labios a la atrevida e insinuante pregunta danzante en las dos estrellas del rostro de ella. Fueron bajando aquellos rayos pálidos, surcando lentamente ese mar de piel morena y deteniéndose entre caricias y suspiros de ambos en aquellas dos colinas que dominaban y daba paso en un suave descenso al valle de venus. Con delicadeza y de nuevo esa firmeza implícita en sus acciones dos columnas perfectamente torneadas fueron dando paso a la ventisca de cálido aliento que se deslizaba como un fantasma entre los poros de la tersa piel de la deidad. La serpiente de fuego dejó un rastro de brillante lava en forma de media luna cuando rodeó el pozo que señalizaba el nacimiento de la vida, encaminándose a su destino final.

Un alzamiento de dos colinas seguidas de la sensual caricia de unos dedos finos en el cabello del poeta fueron los obsequios involuntarios junto al susurro de un nombre. Un manantial bullía en hirviente alimento para aquella serpiente de fuego, la cual se zambulló entre inspiraciones de poemas y espiraciones de obras de arte hechas de aliento femenino. Unos cálidos y dulces dedos dejaron un rastro de caricias en tanto que remoloneaban por las formas divinas de aquella diosa que entregaba su placer a un humilde poeta, de palabras dulces y sinceras y lengua ágil y directa, inmisericorde a la hora de provocar la invasión por todo el ser de ella de sensaciones imposibles de ser descritas salvo mediante notas las cuales estremecían naciones  o ruborizaban lunas enteras.

Los ojos de ambos se encontraron entonces y la mujer tan largo tiempo deseada por los labios, los versos y las manos de aquel poeta se encontró con otro ser totalmente distinto. Su amante le devolvía la mirada fiera de quienes están dispuestos a llegar hasta el final en una lucha justa entre iguales por el poder del placer mas divino, abrupto pero sencillamente perfecto de los amantes cuando se ansían con toda la fuerza de lo posible e imposible. El contacto visual se cortó en el momento en que la lengua de aquel caballero descendía a lo largo de ese baluarte de placeres para seguidamente atacar con sutil decisión el punto mas sensible de su anatomía, haciéndola estremecer y arquearse en un triunfal éxtasis que deshizo todo su mundo para reconstruirlo alrededor de esos instantes gloriosos.

Entonces, entre respiraciones aceleradas y lentamente calmadas, los dedos del caballero se entrelazaron con los de la dama. Sin darse cuenta aquel joven poeta miraba sus ojos directamente mientras se llevaba la mano de ella a los labios y la besaba con infinita ternura, abatiendo los párpados en el instante que dejará apenas una muestra de lo que gustaría de expresar. Suavemente se deslizó el cuerpo del gentilhombre al lado del de la bella Musa, fuente de riquezas para el alma. Se contemplaron durante largo rato, abrazados y cubriendo sus cuerpos con la única cobertura del calor de sus corazones.


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